La
tortilla bizantina
Sophie
Chattel–Monkheim era socialista por convicción y Chattel–Monkheim por
matrimonio. El miembro de esa acomodada familia con el que se había casado era
rico incluso en la medida en que sus parientes contaban la riqueza. Sophie
tenía opiniones muy avanzadas y decididas con respecto a la distribución del
dinero: era una circunstancia agradable y afortunada el que también tuviera el
dinero. Cuando condenaba elocuentemente los males del capitalismo en reuniones
de salón y en conferencias fabianas, era consciente del cómodo sentimiento de
que el sistema, pese a todas sus desigualdades e iniquidades, probablemente la
sobreviviría. Uno de los consuelos de los reformistas de mediana edad es que el
bien que inculcan, si llega a producirse, se hará realidad después de su
muerte.
Una
tarde de primavera, hacia la hora de la cena, Sophie estaba tranquilamente
sentada entre el espejo y su doncella sometida al proceso de convertir sus
cabellos en un reflejo elaborado de la moda dominante. Estaba rodeada por una
gran paz, la paz de aquel que ha conseguido con gran esfuerzo y perseverancia
el fin deseado, y que tras lograrlo le ha seguido pareciendo eminentemente
deseable. El Duque de Siria, que había consentido venir bajo su techo como
invitado, estaba ahora instalado bajo él, y dentro de muy poco se sentaría en
la mesa de su comedor. Como buena socialista, Sophie desaprobaba las
distinciones sociales y se burlaba de la idea de una casta principesca, pero ya
que existían las graduaciones artificiales de la dignidad, se sentía complacida
y deseosa de incluir en su fiesta a un elevado ejemplar de una elevada orden.
Su mentalidad amplia le permitía amar al pecador mientras odiaba el pecado; y
no es que mantuviera ningún cálido sentimiento de afecto personal hacia el
Duque de Siria, que era casi un desconocido; no obstante, en cuanto que Duque
de Siria, había sido muy bien recibido bajo su techo. No podía explicar el
motivo,
pero probablemente nadie le pediría una
explicación, y casi todas las anfitrionas la envidiaban.
—Esta
noche tienes que superarte, Richardson —dijo complaciente a su doncella—. He de
tener mi mejor aspecto. Todos tenemos que superarnos.
La
doncella no respondió nada, pero por la mirada de concentración que había en
sus ojos y el movimiento diestro de sus dedos era evidente que la acosaba la
ambición de superarse.
Llamaron
a la puerta con un golpe bajo pero perentorio, como el de alguien a quien no se
le negaría la entrada.
—Ve
a ver quién es —ordenó Sophie—. Quizás sea algo relativo al vino.
Richardson
celebró junto a la puerta una presurosa conferencia con un mensajero invisible;
al regresar resultó evidente que una curiosa inquietud había ocupado su
actitud, hasta ese momento de atención.
—¿Qué
sucede? —preguntó Sophie.
—Los
criados de la casa han «bajado las herramientas», madame —explicó Richardson.
—¡Bajado
las herramientas! —exclamó Sophie—. ¿Quieres decir que han ido a la huelga?
—Así
es, madame —contestó Richardson, añadiendo la siguiente información—: el
problema es Gaspare.
—¿Gaspare?
—preguntó Sophie sorprendida—. ¡El chef de emergencia! ¡El especialista en
tortillas!
—Sí,
madame. Antes de convertirse en especialista en tortillas, fue ayuda de cámara,
y uno de los esquiroles de la gran huelga de la mansión de lord Grimford, hace
dos años. En cuanto el personal de la casa se enteró de que usted le había
contratado, decidieron «bajar las herramientas» como protesta. Personalmente no
tienen ninguna queja contra usted, pero exigen que Gaspare sea despedido
inmediatamente.
—Pero
si es el único hombre en Inglaterra que sabe cómo hacer una tortilla bizantina
—protestó Sophie—. Le contraté especialmente para la visita del Duque de Siria,
y sería imposible sustituirlo en tan breve plazo. Tendría que traer a alguien
de París, y al Duque le encantan las tortillas bizantinas. Es lo único de lo
que hablamos al venir de la estación.
—Fue
uno de los esquiroles en la mansión de lord Grimford —reiteró Richardson.
—Esto
es terrible —dijo Sophie—. Una huelga de criados en un momento como éste, con
el Duque de Siria en la casa. Hay que hacer algo inmediatamente. Rápido,
termíname el cabello e iré a ver qué puedo hacer.
—No
puedo terminar de peinarla, madame —contestó Richardson tranquilamente, pero
con una gran decisión—. Pertenezco al sindicato y no puedo trabajar ni medio
minuto hasta que haya terminado la huelga. Siento ser descortés.
—¡Pero
esto es inhumano! —exclamó Sophie trágicamente—. Siempre he sido una señora
modelo y me he negado a emplear a nadie que no perteneciera al sindicato de
criados, y éstas son las consecuencias. No puedo terminar de peinarme yo misma;
no sé cómo hacerlo. ¿Qué voy a hacer? ¡Esto es perverso!
—Ésa
es la palabra —añadió Richardson—. Soy una buena conservadora y no tengo
paciencia con las tonterías socialistas, le ruego me perdone. Esto es una
tiranía en toda la línea, eso es lo que es, pero he de ganarme la vida, igual
que los demás, y tengo que pertenecer al sindicato. No podría tocarle ni un
solo alfiler del cabello sin un permiso del comité huelguista, ni aunque me
doblara el salario.
La
puerta se abrió repentinamente y Catherine Malsom entró como una furia en la
habitación.
—¡Bonita
situación, una huelga de criados sin previa advertencia y yo me quedo con este
aspecto! —gritó—. No puedo presentarme así en público.
Tras
un examen muy apresurado, Sophie estuvo de acuerdo con ella en que no podía
hacerlo.
—¿Han
ido a la huelga todos? —preguntó a la
doncella.
—Salvo
el personal de cocina —contestó Richardson—. Pertenecen a otro sindicato.
—Al
menos la cena estará asegurada —dijo Sophie—. Eso habrá que agradecerlo.
—¡La
cena! —dijo bufando Catherine—. ¿Y para qué diablos nos sirve una cena cuando
ninguno podremos presentarnos en ella? Mírate el pelo… ¡y mírame a mí! Mejor no
me mires.
—Ya
sé que es difícil pasar sin una doncella; ¿no te podría servir de ayuda tu
marido? —preguntó Sophie con desesperación.
—¿Henry?
Su caso es peor que el nuestro. Su criado es la única persona que entiende
realmente ese ridículo baño turco, que está tan de moda, y que él insiste en
llevar con él a todas partes.
—Posiblemente
pueda pasarse sin un baño turco por una tarde —contestó Sophie—. Yo no puedo
presentarme sin peinar, pero un baño turco es un lujo.
—Mi
querida amiga —contestó Catherine hablando con temible intensidad—. Henry
estaba dentro del baño cuando empezó
la huelga. Dentro de él, ¿entiendes?
Está allí ahora mismo.
—¿No
puede salir?
—No
sabe cómo hacerlo. Cada vez que tira de la palanca que lleva escrita la palabra
«abrir», lo único que consigue es abrir la válvula del vapor caliente. Sólo hay
dos tipos de vapor en el baño, «soportable» y «apenas soportable»; ya ha tirado
de ambas. En estos momentos debo ser ya viuda.
—Pues
no puedo despedir a Gaspare —dijo Sophie quejosa—. No sería capaz de conseguir
otro especialista en tortillas.
—Cualquier
dificultad que pueda experimentar yo para conseguir otro esposo es,
evidentemente, una bagatela ante cualquier otra consideración —expresó
Catherine con amargura.
Sophie
capituló.
—Ve
al comité de huelga, o a quien dirija este asunto —le dijo a Richardson— y di
que Gaspare está despedido. Después pídele a Gaspare que se reúna conmigo en la
biblioteca, donde le pagaré lo que se le deba y le daré las excusas que pueda;
después ven a toda prisa y termina de peinarme.
Media
hora después, Sophie presentaba a sus invitados en el Grand Salón, antes de la
entrada formal en el comedor. Salvo por el hecho de que Henry Malsom tenía ese
tono de frambuesa madura que a veces se ve en las compañías de teatro privadas
que tratan de representar la tez humana, entre los reunidos había pocos signos
externos de la crisis a la que acababan de enfrentarse y que habían logrado
superar. Pero la tensión había sido excesiva mientras duró como para no dejar
tras ella algunas consecuencias mentales. Sophie hablaba con su ilustre
invitado sin pensar mucho lo que decía, dándose cuenta de que desviaba su
mirada con una frecuencia cada vez mayor hacia las grandes puertas por las que
tenía que venir el anuncio bendito de que la cena estaba servida. De vez en
cuando contemplaba en el espejo de la sala el reflejo de su cabello
maravillosamente peinado, de la misma manera que un asegurador podría
contemplar agradecido un barco que, aunque con retraso, llegara a salvo a
puerto tras un huracán devastador. Las puertas se abrieron entonces y entró en
la sala la bienvenida figura del mayordomo. Pero en lugar de hacer
inmediatamente el anuncio general del banquete, cerró las puertas tras él; su
mensaje estaba destinado exclusivamente a Sophie.
—No
hay cena, madame —le dijo en tono grave—. El personal de cocina ha «bajado las
herramientas». Gaspare pertenece al Sindicato de Cocineros y Empleados de
Cocina, y en cuanto se enteraron de su despido, hicieron huelga inmediatamente.
Exigen que se le readmita al instante y que se entregue una excusa al
sindicato. Debo añadir, madame, que se muestran muy firmes; incluso me he visto
obligado a retirar los nombres de los comensales que estaban ya sobre la mesa.
Tras
un período de dieciocho meses, Sophie Chattel–Monkheim empieza a visitar de
nuevo a sus antiguos amigos y los lugares que frecuentaba, pero todavía debe
ser muy cuidadosa. Los médicos no le permiten asistir a nada que sea demasiado
excitante, como una reunión de salón o una conferencia fabiana; en todo caso,
sería dudoso que ella quisiera asistir.